Esta mañana he creído verte en el gimnasio y he corrido a saludarte. No eras tú y esa otra sonrisa desconocida me devolvió a la realidad y me recordó que yo estaba de viaje cuando te enterraron.
El párrafo anterior lo escribí hace varios meses y se quedó ahí, no pude o no supe seguir escribiendo. Hace unos días, en ese mismo gimnasio, una amiga me contaba cómo otra de nuestras conocidas de la infancia renunciaba a luchar contra otro cáncer. Y lo peor de todos, parecía que los oncólogos también. Entonces volví a acordarme de Laura, a la que se refieren las primeras líneas de esta entrada.
Laura y yo fuimos amigas en el colegio. Desde mi primer y traumático día. Yo tenía que haber entrado en párvulos (lo que después se llamó preescolar y ahora educación infantil) pero como era un pelín despabiladilla ingresé directamente en primero de EGB.
Nadie me conocía en la clase y fui observada con cautela y recelo, tanto que la que luego sería una de mis mejores amigas, Rocío, me quiso pegar porque insistía en que yo me llamaba Inma (era el nombre de una niña que había estado el año anterior con ellos en párvulos y que se fue del pueblo). Laura, prima de Rocío, se quedó a mi lado para defenderme, cosa que no hacía falta porque yo además de saber leer, escribir, sumar y restar, era una burra de cuidado, y me apresuré a coger una piedra para decorar la cara de quién se acercara a pegarme (sí, en el patio de mi colegio había piedras, muchas). Eso sí, mi porte heróico aquel primer día me valió el reconocimiento como segundo miembro de un duunvirato que dominaba a las niñas de la clase, Rocío y yo.
Y como en todo ese tipo de regímenes políticos, frecuentemente había diferencias de intereses entre las dos mandonas y surgía la guerra. Las niñas de la clase se dividían inmediatamente en dos bandos, dos bandos que no se saludaban entre ellos y que se mojaban unas a otras queriendo en el aseo. En esos momentos, Laura lo pasaba fatal, porque era más amiga mía que de Rocío, pero yo no la aceptaba en mi bando porque era prima de mi mayor enemiga hasta la muerte; por otro lado, Rocío no la aceptaba en el suyo porque era mi mejor amiga y sería una espía. Y nuestra morena de ojos grandes lo pasaba fatal. Afortunadamente, nuestras guerras duraban poco y todas volvíamos a estar juntas.
Me gustaba ir a juga a su casa porque, entre otras cosas que su padre había traído de Francia (qué lejos estaba entonces Francia), tenía un disco con la canción de Si vas a París, papá y nos encantaba cantarla, montando nuestra propia coreografía al más puro estilo del ballet Zoom.
Después, como ocurre tantas veces, pasamos muchos años sin vernos, a pesar de vivir en el mismo pueblo, cada una siguió su camino y los nuestros divergieron.
Cuando me contaron que tenía cáncer no la llamé. No supe qué decir después de tantos años, no me atreví. Seguí su lucha a través de una amiga común. Lloré, tuve miedo, me alegré, tuve esperanzas, volví a llorar, volví a temer. Ella nunca supo nada de esto, creo. Pero nunca la llamé. No sabía cómo hablarle a una mujer joven que pelea contra el cáncer. Pero la vida, generosa como es, me dio la oportunidad de aprender a hacerlo. Fue precisamente acompañando a mi hermana a una sesión de quimioterapia cuando me la encontré en el capullo del Hospital Virgen del Rocío.
Yo le llamo el capullo a la Unidad dependiente del Servicio de Oncología que se encarga de administrar la quimioterapia, porque mientras que estás allí, mientras dura el tratamiento, parece que hibernaras, que no pudieras formar parte de este mundo. Lo viví con Rocío y lo conté, parece que la estaban matando. Pero cuando sales te han regalado unas alas, unas alas nuevas y maravillosas, llenas de todos los colores (como las de Pepo en este cuento que nos encanta a mis enanos y a mí), pero llenas, sobre todo, de ganas de vivir y con una impagable lección de cómo priorizar asuntos en tu nueva vida. Es como el capullo que hace la oruga para transformarse en mariposa, sólo que esta metamorfosis no es natural sino que necesita de la complicidad de muchísimos profesionales que dedican su tiempo y profesionalidad a conseguirlo. Es cierto que no todos saldrán con alas, pero no será porque no lo intenten con entusiasmo y trabajo.
Al llegar aquella mañana al capullo, ella me vio y se acercó con una gran sonrisa, como siempre, se algraba tanto de verme... Tanto miedo a buscar las palabras que no hicieron falta... Nos abrazamos con cariño y fuerza, nos sonreímos, nos preguntamos por los niños, nos dijimos lo guapas que estábamos, lo normal entre dos viejas amigas. Rocío y ella, que ya se habían encontrado muchas veces allí, se chocaron los cinco como dos raperos del Bronx:
-Vamos, Laura, ¡una menos!
-Claro que sí, ¡una menos!
Después de aquel encuentro casual no volví a verla, prometimos vernos para irnos de juerga después de las quimios, salida de chicas, dijimos. Pero no quedamos. Me contaron lo de la metástasis y antes de que me diera cuenta, a la vuelta de un viaje, mi madre me dijo que había estado en su funeral. Quizás por eso aún creo encontrármela en muchos sitios, porque no nos despedimos.
Sí, es ésta una historia con final triste, pero es que de ésas también hay, muchas.
Escribiendo esta entrada recordé un libro de Vidal-Folch, Amigos que no he vuelto a ver y he pensado que ésta es la primera que voy a etiquetar así, con permiso de Ignacio:
Amigos que no he vuelto a ver
Hay muchos, muchas personas, no necesariamente todos llegaron a ser amigos, pero si protagonizaron algún momento especial en mi vida, mágico, loco, triste, dramático...pero a los que por unas circunstancias u otras no he vuelto a ver. Pero no os asustéis, hasta donde yo sé, los n-1 restantes siguen vivos.