sábado, 7 de mayo de 2016

Una tarde en la cárcel








"Seamos como ellos, vivamos cada minuto sin desear el siguiente y paremos a descansar para poder percibir la belleza que no se puede apreciar en movimiento”
Christian (interno en Sevilla 1)





Hace unos meses, no recuerdo cuántos, mi antiguo profesor y amigo Antonio Hurtado me habló del proyecto Solidarios  por el Desarrollo en Sevilla. Me contó sobre las actividades que el Aula de Cultura de esta asociación llevaba a cabo en el centro penitenciario Sevilla 1 y me preguntó si yo estaría dispuesta a ir a dar una charla. Me contó que él ya había estado y que la experiencia era muy gratificante para uno mismo y suponía un soplo de ‘libertad’ para los internos durante un par de horas en las que ‘el mundo’ entraba en la cárcel. 

Antonio es filósofo y un gran conversador, estoy segura de que todos los internos se embobaron escuchándolo como lo hago yo, como lo hacía cuando él era mi profesor hace casi 30 años. “Pero yo soy matemática, Antonio, ¿crees que les puede interesar escuchar hablar de matemáticas?” Les interesa todo, me dijo, les ilusiona tener contacto con la sociedad, que entre aire fresco de ‘la calle’. No pude negarme. Posiblemente porque me lo pidió él, seguramente porque supuso un nuevo reto para mí que no podía rechazar.

Estuve en Sevilla 1 el pasado viernes 6 de mayo. Acompañada de voluntarios de Solidarios en Sevilla y de Madrid llegué, por primera vez en mi vida, a las puertas de una cárcel. Estaba nerviosa, claro que sí. Pero no por entrar en una prisión sino por la charla, porque no estaba segura de poder conectar con el público. Me habían dicho que había desde internos que no sabían leer hasta ingenieros. ¿Cómo iba a encontrar el tono adecuado? ¿Qué les podía animar a escucharme?  Antonio me avisó de que alguna gente, cuando iba a dar una charla, se angustiaba cuando se iban cerrando las puertas detrás de ellos al entrar pero, honestamente, no sentí ese miedo, solo me preocupaba no aburrirles. Estaba invadiendo su espacio, venía del ‘mundo libre’, no quería defraudarles.

Pasados los trámites necesarios para entrar, lógicos en un centro de estas características, desprovista de mi juego de dados no transitivos (no los declaré en la lista de material necesario) y tras cruzar bajo una lluvia insolente varios patios y galerías repletas de espectadores curiosos (casi todos sonriendo para saludar) llegamos a la biblioteca del módulo de estudio. Allí conocí a Christian, un interno al que yo confundí con un voluntario de Solidarios. El interno que en este blog escribe la cita que encabeza esta entrada. No sé por qué está allí Christian pero, en algún sentido, siento envidia de los que conviven con él. Una sonrisa permanente y unos ojos llenos de vida, una vida de unos 25 años, que te acarician sin tocarte y te susurran para tranquilizarte “no te preocupes, soy feliz aquí”.
En una sala con unas 30 sillas dispuestas en forma circular nos esperaban Chistian y unos 20 internos. Yo seguía nerviosa. Ahora incluso más. Me miraban y sonreían, me saludaban y yo seguía temiendo no estar a la altura de las circunstancias. Pero era la hora. Ahí vamos. Un interno me avisó, con ironía, de que cuando le pidiera hacer una raíz cuadrada se iría. Claro, yo también me iría si alguien pide hacer una raíz cuadrada a mano, le dije. Soy doctora en matemáticas y no sé hacerlas, ni falta que hacen. Creo que le convencí porque se quedó todo el rato.
Confieso que cuando me pidieron el título de la charla no sabía muy bien de qué iba a hablar. Las matemáticas de Facebook, propuse finalmente pensando que, últimamente, me había servido el boom de las redes sociales para reconciliar al público con las matemáticas, concretamente con la teoría de grafos. Sí, eso mismo pensé al entrar allí: eran un tema y un título absolutamente desafortunados para unos internos sin acceso a internet y a las redes sociales. Pero allí estaba ya, ¿qué le íbamos a hacer?
Antes de entrar en materia hablamos un poco de probabilidad y falacias extendidas en los juegos de azar en general y en la lotería de navidad en particular. Creo que esa primera parte les interesó, estaban todos atentos, curiosos, participando con comentarios y burlándose, con razón, de la idea de hacer colas en determinadas administraciones de lotería y demás.
Les conté el desafío matemático que Juan Mata propuso hace unos años en El País. Nunca falla: un futbolista famoso y un juego al que ganarás siempre por conocer la estrategia ganadora. Como siempre hago cuando lo cuento en una charla, les pregunté si se les ocurría la estrategia ganadora. Casi inmediatamente, un interno sentado a mi izquierda propuso: “quédate con los pares”. No pude disimular mi asombro porque era la primera vez desde que lo cuento, hace años, en charlas con públicos de todos los niveles, que alguien adivinaba la estrategia ganadora. Yo misma no lo hice cuando lo vi en El País. Pero él sí, inmediatamente. Y no pudo reprimir una sonrisa victoriosa de satisfacción. Llevaba un polo rosa, no supe su nombre. Tampoco se lo pregunté, no sé qué preguntas se pueden hacer en un sitio como este. Pero no olvidaré nunca su sonrisa y sus ojos claros encogidos de satisfacción y orgullo.
Y llegó Facebook y llegaron los grafos. Y allí seguían: curiosos, participativos y amables, muy amables. Les hablé de coloración de grafos y su aplicación a la organización de banquetes de boda e inmediatamente uno de ellos lo vio claro: tenemos que utilizarlo para la distribución de internos en los chabolos. Tuve que preguntar qué eran chabolos: celdas. Pero ellos evidentemente se estaban enterando muy bien de la aplicación que les estaba contando.
Casi sin darme cuenta llevaba una hora y media charlando con ellos. El tiempo, ese maldito traidor que solo vuela cuando quieres que se lo tome con calma. Fue una experiencia absolutamente maravillosa: nadie dejó de prestarme atención ni un segundo. Son despiertos, muy curiosos, muy amables y cariñosos. En aquel momento, mientras recogíamos el portátil, el proyector y ellos me comentaban sus impresiones y me hacían preguntas, descubrí que el cansancio infinito que tenía justo antes de entrar el en centro, acumulado durante una larga e intensa semana, había desaparecido. Todo había valido mucho la pena.
Pero llegó la despedida. Y para eso yo no estaba preparada. De pronto me descubrí en el sitio más triste que había visitado nunca: en un cementerio de ilusiones. 
“¿Te quedas a cenar?” me preguntó Christian de broma. No puedo, respondí yo y él se deshizo en una carcajada. Cómo me iba a quedar a cenar, aquello es la cárcel. “Vete a casa, la comida es muy mala , de verdad”, me dijo otro interno sonriendo. “Y las camas no son cómodas”, dijo otro. Creo que fue entonces cuando sentí la angustia, cuando fui consciente de qué significaba este sitio, de qué significa la privación de libertad. Y fue angustioso salir y que las puertas de la prisión se fuesen cerrando tras de mí. Y fue desgarrador irme a dormir aquella noche imaginando a cada uno de ellos yéndose a dormir en su chabolo.
Pero, aún así, a pesar de esta sensación de impotencia y rabia,  me ha merecido mucho la pena. Muchísimo. Escribo esto recordando sus miradas, limpias y sinceras, y esperando que durante un par de horas, pudieran olvidar dónde están. Ahora solo espero que me vuelvan a llamar.
Quiero terminar dando las gracias a Solidarios por el desarrollo por su compromiso y generosidad con estas personas olvidadas por la sociedad. Por todos los demás proyectos que llevan a cabo. Y me gustaría invitar a todo el que haya llegado leyendo hasta aquí a colaborar con ellos, como voluntario, como socio, con una donación, con lo que pueda. Gracias, muy especialmente, a los voluntarios que estuvieron ayer conmigo: Marisa, Raquel, Marta, Rocío, Rai, Francisco, Cristina, Alfonso y Cristóbal. 


Falta Rai en la foto, fue el fotógrafo


Gracias por demostrar que el ser humano sigue valiendo la pena.
Y ya sí, termino como empecé, con las palabras de Christian:
Seamos como ellos, vivamos cada minuto sin desear el siguiente y paremos a descansar para poder percibir la belleza que no se puede apreciar en movimiento”






jueves, 17 de marzo de 2016

Cuando la fiesta termine




¿Qué edad tendrían? ¿Ochenta y tantos? ¿Noventa y algo? No sé estimar la edad de una persona a partir de ese momento  en el que la serenidad se instala en sus ojos y la prisa desaparece de los movimientos de sus pies y sus manos. No sé qué edad tenían pero estaban ahí, a mi lado. Bueno, al otro lado del pasillo en un avión casi vacío que hacía el trayecto Marsella-Lisboa. 

Ambos parecían muy mayores y era él el que le estaba dando de comer a ella (sí, en TAP siguen sirviendo comida a todos los pasajeros). Con mucho cuidado. Sin dejar de mirarla. Ella levanta un poquito la cabeza tras cada cucharada y le sonríe con sus ojos brillantes y encogidos. 

Un movimiento un poco brusco del avión y la cuchara -llena de algo parecido a yogur- se estampa contra la mejilla de ella. Él suelta una pequeña carcajada y la limpia con cariño y una servilleta. Ella lo mira y sonríe. Con poca fuerza.

Él le habla dulcemente, en francés, y no deja de mirarla con amor en ningún momento. Ella le hace gestos sutiles que yo interpreto como "come tú, anda, que se te enfría la comida" que él desatiende con una sonrisa. Alguien podría decir que no tiene mérito porque es comida de avión. Ya. Pero esa complicidad entre ellos me hace sospechar que esta escena se repite también en casa, o en la residencia, cuando la comida sí merece la pena. Y cuando no, también. 

Me descubro embobada en la escena y me ruborizo por haberme colado en esta 'alcoba' en la que dos personas se hacen el amor de esta forma tan honesta y sincera y decido comer yo también. 

Antes de subir a este avión he visto en Twitter fotos de refugiados sirios cruzando un río -para escapar de una terrible pesadilla y buscar algo sensato para el resto de sus vidas- en el que ya habían muerto tres de sus compañeros de huida. Fotos de niños que duermen en tiendas de campaña que parecen navegar en un océano de fango. Asisto con horror y vergüenza a la insensibilidad de una comunidad, la nuestra, Europa, el viejo continente, ante el drama de estos hombres y mujeres -bebés, niños, adolescentes, adultos y ancianos- que huyen de una de las barbaries más inhumanas y sangrientas perpetradas en nombre de la sinrazón de la religión y que huele demasiado a petróleo.

Foto de @pmarsupia


Es difícil, si no imposible, no pensar en judíos y en otra Europa, aquella Europa de hace unos 70 años, aquella Europa que calló y dejó crecer la barbarie nazi porque ellos no eran judíos. Como ahora tampoco somos sirios. 

Está claro que acoger a todas estas criaturas que huyen de Siria, del África Negra o de cualquier otro lugar abocado al hambre o a la muerte tendría, forzosamente, que empeorar nuestro nivel de vida, nuestro estado de bienestar europeo. Pero, ¿y qué? ¿Por qué no? ¿Qué hemos hecho nosotros para estar aquí 'con papeles'? ¿Qué mérito nos corresponde?  ¿El hecho casual y azaroso de que nos parieran en 'el lado guay de la isla'?

Vuelvo a mirar a la pareja al otro lado del pasillo y yo misma me respondo con otra pregunta: para qué queremos acumular riqueza o prestigio si, al final, lo único de verdad importante será que alguien  quiera darnos de comer con amor cuando no nos sirvan nuestras manos. Que alguien nos quiera cuando termine la fiesta.